Son
apenas las 8 pm y La Boa ya se sumerge en la noche sin mayor timidez. No hay
razón para temer cuando se es un referente medellinense del tango hace casi 20
años. Esto le es suficiente para traer a su encuentro un grupo variopinto de visitantes, desde los recurrentes clientes de antaño hasta parejas entre los 20
y 45 años. El bar me recibe hoy con Tango Canción de Gotan Project, más
adelante me acogen con Mano a mano en la voz de Julio Sosa, para este momento
me he sabido acoplar al ambiente.
Desde
mi punto estratégico puedo observar todas las mesas del lugar. La primera mesa
al lado de la puerta, está conformada por tres amigotes dicharacheros,
encargados de la bulla del lugar. En la esquina izquierda, una pareja
particular se lleva un buen tiempo de mi atención. Ella, una pelirroja de crespos frondosos y vestido vaporoso, acaricia tiernamente la mejilla de su
amado, un hombre de ojos jóvenes y dulces, más delgado que ella, con tenis Nike
y buzo de capucha. Combinan tan poco que me hacen feliz.
Una
cerveza más es la excusa para acercarme al barman. Hablando con él me entero
del reciente cambio de administración. El original dueño y fundador de
La Boa, Iván Zuluaga, murió cuatro años atrás, lo que llevó a re-direccionar el
lugar. Este re-direccionamiento implicó no solo un cambio de dueño, sino
también de estilo, evidenciado en una nueva playlist con Bajo Fondo, Tanghetto
y Gotan Project en primer plano.
En
sus principios, La Boa fue uno de los bares tangueros de pura sepa, de esos de
Cambalache, La Cumparsita y Caminito. Visitado por poetas, dramaturgos y en
general artistas y bohemios, que se disponían a abstraerse en la cultura del
tango.
Al
terminar el recuento me doy cuenta de que la hora ha traído más visitantes, el
calor amerita salir un momento. En el vano de la entrada dos hombres hablan de
“viejas muy buenas, con culitos bien puestos”, mientras desde el otro lado se acerca una
mujer diminuta, desaparecida por la pobreza y el tiempo; sin embargo, ella no
lo admite y pide una moneda para llamar a su casa. Aunque no suelo hacerlo, le
doy algo, esperando que algún día le contesten y le abran la puerta. La noche
sigue, mientras La Boa va arrastrándose por ella, persiguiendo una atrevida
cucarachita que les pasa visto bueno a los comensales. Así va… cerveza y
electro tango y a veces un poquito de tango, hasta que el himno nacional nos
anuncie que está muy tarde y a la vez muy temprano, debemos volver a nuestro
sagrado hogar.
Primero
de Noviembre. Ya van dos meses desde mi última visita, todavía no puedo decir
que me recuerdan ni me reconocen, no puedo denominarme asidua del lugar. Son
las 7 de la noche de un jueves y emprendí camino un tanto escéptica del
ambiente y la concurrencia de gente ese día a esa hora y en ese lugar, igual…
hasta me sonaba mejor la idea de una Boa medio vacía.
Para
mi sorpresa, el bar estaba lo suficientemente activo como para perder la noción
del tiempo desde el momento en el que puse un pie adentro. El escenario
pintoresco es envolvente, en cada rincón debo detenerme para observar las
minucias de la decoración, boas trepadoras de vidrio, el Che en todos los
ángulos posibles entre arañas plásticas que cuelgan del techo, pero esta vez yo
vengo por historias. Jaime me abre un espaciesito en su barra mientras saca
botellas, busca copitas y reparte tragos. Como un reto a su conocimiento, me
invita a que le pregunte lo que quiera, él todo me lo cuenta. La historia debe
comenzar con Iván Zuluaga, el hombre que dio a nacer este hito, el que hizo de
La Boa su hogar, su cambuche, por lo que renunció a su familia para armar una
nueva familia nocturna que lo visitaba para tomarse alguito entre perros, dos
gallinas y Margarita, su boa, que según él, le hacía caso cuando la llamaba. Esta
familia comenzó a formarse hace aproximadamente 45 años, cuando el tango
todavía era la moda entre bohemios e intelectuales, cuando Manuel Mejía Vallejo
era uno de ellos y sentaba a tomar güaro mientras escribía Aire de Tango. Así
el bar fue ganando renombre, entre las chiripiorcas de Iván, en las que le daba
por cerrar el bar y atender por una ventanita, porque el bar era de él y de
nadie más y simplemente no se le daba la gana; contrastando con los días buenos
en los que la gente de La Boa ocupaba no solo el bar sino media cuadra más.
Curiosamente el nombre de este bar tanguero proviene de sus antecedentes
salseros… El local antes de estar en las manos de Iván Zuluaga era un bar de
salsa; con el único propósito de conmemorar a su anterior dueño, Iván retomó la
canción preferida de este para nombrar su nuevo negocio.
Jaime
me cuenta como en los últimos días de la administración de Iván, el bar se
estaba apagando, ya no había como mantenerlo abastecido y los comensales iban
desapareciendo. Los fieles que aún lo visitaban tenían que pagar el trago por
anticipado para que Iván fuera a buscarlo en el negocio de enseguida. Entre
esta mala racha y la vejez, Iván fue cediendo el negocio a nuevos
administradores, y aunque se mantuvo el nombre, esta administración dio un
vuelco de 180 grados a la línea tanguera del bar. Ahora La Boa era La Boa Jazz,
con son cubano y bossa nova, alejando del todo a los asiduos restantes. De esta
aún peor racha lo fue rescatando Jaime, hasta encargarse de él del todo desde
la muerte de Iván. Y aunque él lo intente, La Boa no puede seguir siendo lo
mismo que fue al principio, es una cuestión de época, de movimientos artísticos
perdidos y relevos generacionales que no se equiparan a sus ancestros. Según
Jaime, muchos de los visitantes actuales son los hijos y nietos de las
anteriores leyendas que conformaban la familia nocturna del bar, sucesores que
crecieron escuchando tango entre anécdotas vividas en La Boa. La excusa del
electro tango es, como era de esperarse, este nuevo público modernizado que va
a buscar innovación en un bar legendario. Pero Jaime, por supuesto, solo quiere
complacerlos a todos.
Después
de un buen rato de escuchar a Jaime entre recochas con el resto de mujeres en
la barra, creo que es justo y necesario volver a mi mesa donde mi acompañante
abandonado espera a que lo des-abandone. A media luz veo dos hombres entrar y
salir, pedir otro trago para salir y volver al rato, una mesa con dos novias muertas
de la risa que son visitadas por otras dos amigas al rato, la barra en la que
estuve, con sus respectivas mujeres y un hombre desentonado escuchando los
chistes de Jaime. Todos van y vienen, salen y vuelven, los miro y luego los
imito, hasta la hora de despedirme del bar, de esta boa que cambia de piel cada
mes.
Nohelia F.
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