Monday, May 26, 2014

Centro


Llevaba más de una hora esperando, sentado en la única banca con todo el sol de las 2 de la tarde encima y estaba empezando a cansarse. Entre el tumulto de gente, los vendedores ambulantes y algunos transeúntes que pasaban cerca se quedaban mirándolo, como si le recriminaran esperar tanto tiempo a alguien, más con esa cara de estúpido que se imaginaba tener. Pero no… Tal vez era solo esa tonta paranoia que tenía por vicio la que le hacía creer que lo estaban mirando. Es más, de pronto era absolutamente invisible ante las vidas apuradas y urgentes de esa gente. El caso, es que era más fuerte la sensación de las miradas recriminatorias que la de invisibilidad, por lo que de un solo impulso, decide abandonar su banca infernal. El sol un poco más calmo y el aire más fresco le iban desenmarañando la mente. A Rodolfo realmente no le enojaba esperar horas, no tenía problema alguno en hacerlo todos los días, lo que realmente le perturbaba era no tener nadie a quién esperar. Rodolfo iba sacando de entre el gentío un collage de rostros candidatos a ser la persona esperada, siempre son caras amables, muchas de ellas bonitas y más que todo de mujeres. También podían ser hombres… un amigo estaría bien, pero era innegable la inclinación hacia las caritas de muñeca que se le atravesaban.
Al subir al bus tuvo el privilegio de escoger el asiento que quiso, con él eran tan solo cuatro pasajeros. Estratégicamente se sentó detrás de una nuca con silueta perfecta, piel traslúcida y cabello sedoso. A esta silueta, los ocasionales rayitos de sol que se colaban entre las ventanas le iluminaban los diminutos vellitos que le bordeaban el cuello. A Rodolfo le asustaba ser descubierto por los pasajeros (especialmente por la dueña del cuello dorado) mirando obsesivamente las minucias ajenas. Al mismo tiempo sentía cierto remordimiento en su acto pervertido, se sentía sucio, aunque ligeramente trataba de convencerse de que no era tan malo, de que todo el mundo lo hacía. La necesidad de tocar la cabellera de la observada era casi incontenible. Por un leve momento, dejó escapar su mano hacia ella, pero cayó en cuenta a tiempo del movimiento involuntario. Sin embargo, por un soplo de suerte, un pequeño rizo llegó a sus dedos que se sostenían del espaldar del frente, dejándolo sentir por un instante la suavidad de la onda.
Con un movimiento de cabeza precipitado la mujer miró a su alrededor, Rodolfo sumamente asustado se echó lo más que pudo hacia el espaldar de su silla, con los ojos llenos de pánico y el corazón retumbante vio que la chica cogía su bolso de la silla contigua y se dirigía hacia la salida del bus. Rodolfo no se atrevió siquiera a seguirla con la mirada, se limitó solo a lo que alcanzaba a ver con el rabillo del ojo.
Mientras pasaba el susto, dejó pasar también el instante en que se bajó la chica. Media cuadra después del bus retomar su marcha, volvió en sí e impulsivamente se paró, detuvo el bus y se bajo con el fin de seguirla. Corrió en dirección contraria al bus, esquivando a la gente en zigzag. No sabía muy bien qué estaba haciendo ni qué haría si la encontraba. Entre más avanzaba, la masa de personas se hacía más densa, se estaba acercando al centro de la ciudad y ya no era posible correr ni esquivar a nadie, solamente podía sumarse a la ola parsimoniosa en la que se movía. Para el momento en el que pudo zafarse de la muchedumbre había perdido esperanza, solo quedaba volver al paradero del bus. Retomó camino dejándose arrastrar un poco por el vaivén de la gente, se enjugó el sudor de la frente con la manga cuadriculada de su camisa, miró el reloj y con un resoplo resignado siguió camino. No tenía ningún deber tedioso que llegar a cumplir, ni ninguna obligación con nadie, pero la sola idea de volver a su apartamento maloliente y desordenado lo remitían a un destino de soledad y abandono perpetuo. Sentía que estaba destinado a no hacer más en la vida que ordenarlo,  inevitablemente desordenarlo, huir de él unas horas para luego volver a ordenarlo. Obviamente su vida estaba conformada por más cosas que su apartamento, pero era más fácil echarle la culpa a vivir allí de su soledad, en el fondo era más esperanzador, era solucionable.
Dándole largas a su destino, se desvió de su camino para entrar a una cafetería que desde hacía unos días le había llamado la atención. La mesera era una mujer entre los 35 y 38 años, con cejas pobladas y juntas, una leve sombra de bozo y un cuerpo regordete. La mujer hubiera sido una perfecta mujer barbuda de circo. Esperando su pedido dio un recorrido a los comensales entre los que se encontraba. Hombres merendando, una señora comprándole galletas a su ansioso hijo y un curioso hombre con una maraña de periódicos y libros sobre la mesa. Rodolfo fijaba de vez en cuando su atención en ese hombre hemeroteca, con una mezcla de curiosidad y cansancio causado por la decepción reciente. El café y el pastel traídos por la mesera parecían hechos por ella misma, inauditamente ese par de alimentos eran una descripción de ella. El café era viscoso y a la vez ceniciento, el pastel estaba frío y tenía una capa de manteca condensada que causaba repudio a primera vista. Rodolfo se limitó a agradecerle a la mesera y dejarla retirarse para alejar de sí la comida.
Sin intención alguna, al subir la mirada, Rodolfo hizo contacto visual con el hombre hemeroteca, que se levantó inmediatamente con los ojos incendiados y se dirigió amenazante hacia él. ¿Cómo en tan solo unas horas se puede sentir tanto pánico y variadas veces?
Para Rodolfo, las miradas lanzadas hacia el hombre no eran insistentes, e incluso habían sido inevitables dado que la mesa del hombre estaba en el campo de visión de él. En todo caso, las conocidas expresiones “¿qué tanto mira?” y “no busque donde no se le ha perdido” eran infaltables en los gritos del hombre. Rodolfo se levantó atropelladamente de su silla, dejó cualquier billete al lado de la comida y salió casi corriendo del local con los continuos gritos del hombre al fondo.

Entre angustia, confusión y rabia Rodolfo siguió caminando apurado, todavía huyendo. Cruzó calles atestadas de carros sin esperar siquiera a que le cedieran paso, empujó varias personas e hizo tropezar a otras, por lo que cada vez trataba de alejarse del lugar más rápido. Mientras seguía avanzando, miró hacia atrás para cerciorarse de que ninguna de esas almas iracundas lo estuviera siguiendo para vengarse, lo siguiente que sintió fue un fuerte tropezón con una persona, seguida de la caída aparatosa de ambos. Cuando Rodolfo se incorporó un poco, pudo ver que la persona con quien había tropezado era la mujer de cuello dorado, que ahora traía una bicicleta, caída en su regazo.

Nohelia F.

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