Llevaba más de una hora esperando, sentado en la única banca con todo el sol de las 2 de la tarde encima y estaba empezando a cansarse. Entre el tumulto de gente, los vendedores ambulantes y algunos transeúntes que pasaban cerca se quedaban mirándolo, como si le recriminaran esperar tanto tiempo a alguien, más con esa cara de estúpido que se imaginaba tener. Pero no… Tal vez era solo esa tonta paranoia que tenía por vicio la que le hacía creer que lo estaban mirando. Es más, de pronto era absolutamente invisible ante las vidas apuradas y urgentes de esa gente. El caso, es que era más fuerte la sensación de las miradas recriminatorias que la de invisibilidad, por lo que de un solo impulso, decide abandonar su banca infernal. El sol un poco más calmo y el aire más fresco le iban desenmarañando la mente. A Rodolfo realmente no le enojaba esperar horas, no tenía problema alguno en hacerlo todos los días, lo que realmente le perturbaba era no tener nadie a quién esperar. Rodolfo iba sacando de entre el gentío un collage de rostros candidatos a ser la persona esperada, siempre son caras amables, muchas de ellas bonitas y más que todo de mujeres. También podían ser hombres… un amigo estaría bien, pero era innegable la inclinación hacia las caritas de muñeca que se le atravesaban.
Al
subir al bus tuvo el privilegio de escoger el asiento que quiso, con él eran
tan solo cuatro pasajeros. Estratégicamente se sentó detrás de una nuca con
silueta perfecta, piel traslúcida y cabello sedoso. A esta silueta, los
ocasionales rayitos de sol que se colaban entre las ventanas le iluminaban los
diminutos vellitos que le bordeaban el cuello. A Rodolfo le asustaba ser
descubierto por los pasajeros (especialmente por la dueña del cuello dorado)
mirando obsesivamente las minucias ajenas. Al mismo tiempo sentía cierto
remordimiento en su acto pervertido, se sentía sucio, aunque ligeramente
trataba de convencerse de que no era tan malo, de que todo el mundo lo hacía.
La necesidad de tocar la cabellera de la observada era casi incontenible. Por
un leve momento, dejó escapar su mano hacia ella, pero cayó en cuenta a tiempo
del movimiento involuntario. Sin embargo, por un soplo de suerte, un pequeño
rizo llegó a sus dedos que se sostenían del espaldar del frente, dejándolo
sentir por un instante la suavidad de la onda.
Con un
movimiento de cabeza precipitado la mujer miró a su alrededor, Rodolfo
sumamente asustado se echó lo más que pudo hacia el espaldar de su silla, con
los ojos llenos de pánico y el corazón retumbante vio que la chica cogía su
bolso de la silla contigua y se dirigía hacia la salida del bus. Rodolfo no se
atrevió siquiera a seguirla con la mirada, se limitó solo a lo que alcanzaba a
ver con el rabillo del ojo.
Mientras
pasaba el susto, dejó pasar también el instante en que se bajó la chica. Media
cuadra después del bus retomar su marcha, volvió en sí e impulsivamente se
paró, detuvo el bus y se bajo con el fin de seguirla. Corrió en dirección contraria
al bus, esquivando a la gente en zigzag. No sabía muy bien qué estaba haciendo
ni qué haría si la encontraba. Entre más avanzaba, la masa de personas se hacía
más densa, se estaba acercando al centro de la ciudad y ya no era posible
correr ni esquivar a nadie, solamente podía sumarse a la ola parsimoniosa en la
que se movía. Para el momento en el que pudo zafarse de la muchedumbre había
perdido esperanza, solo quedaba volver al paradero del bus. Retomó camino
dejándose arrastrar un poco por el vaivén de la gente, se enjugó el sudor de la
frente con la manga cuadriculada de su camisa, miró el reloj y con un resoplo
resignado siguió camino. No tenía ningún deber tedioso que llegar a cumplir, ni
ninguna obligación con nadie, pero la sola idea de volver a su apartamento maloliente
y desordenado lo remitían a un destino de soledad y abandono perpetuo. Sentía
que estaba destinado a no hacer más en la vida que ordenarlo, inevitablemente desordenarlo, huir de él unas
horas para luego volver a ordenarlo. Obviamente su vida estaba conformada por
más cosas que su apartamento, pero era más fácil echarle la culpa a vivir allí
de su soledad, en el fondo era más esperanzador, era solucionable.
Dándole
largas a su destino, se desvió de su camino para entrar a una cafetería que desde
hacía unos días le había llamado la atención. La mesera era una mujer entre los
35 y 38 años, con cejas pobladas y juntas, una leve sombra de bozo y un cuerpo
regordete. La mujer hubiera sido una perfecta mujer barbuda de circo. Esperando
su pedido dio un recorrido a los comensales entre los que se encontraba.
Hombres merendando, una señora comprándole galletas a su ansioso hijo y un
curioso hombre con una maraña de periódicos y libros sobre la mesa. Rodolfo
fijaba de vez en cuando su atención en ese hombre hemeroteca, con una mezcla de
curiosidad y cansancio causado por la decepción reciente. El café y el pastel traídos
por la mesera parecían hechos por ella misma, inauditamente ese par de
alimentos eran una descripción de ella. El café era viscoso y a la vez
ceniciento, el pastel estaba frío y tenía una capa de manteca condensada que
causaba repudio a primera vista. Rodolfo
se limitó a agradecerle a la mesera y dejarla retirarse para alejar de sí la
comida.
Sin
intención alguna, al subir la mirada, Rodolfo hizo contacto visual con el
hombre hemeroteca, que se levantó inmediatamente con los ojos incendiados y se
dirigió amenazante hacia él. ¿Cómo en tan solo unas horas se puede sentir tanto
pánico y variadas veces?
Para
Rodolfo, las miradas lanzadas hacia el hombre no eran insistentes, e incluso
habían sido inevitables dado que la mesa del hombre estaba en el campo de
visión de él. En todo caso, las conocidas expresiones “¿qué tanto mira?” y “no
busque donde no se le ha perdido” eran infaltables en los gritos del hombre.
Rodolfo se levantó atropelladamente de su silla, dejó cualquier billete al lado
de la comida y salió casi corriendo del local con los continuos gritos del
hombre al fondo.
Entre
angustia, confusión y rabia Rodolfo siguió caminando apurado, todavía
huyendo. Cruzó calles atestadas de carros sin esperar siquiera a que le
cedieran paso, empujó varias personas e hizo tropezar a otras, por lo que cada
vez trataba de alejarse del lugar más rápido. Mientras seguía avanzando, miró hacia
atrás para cerciorarse de que ninguna de esas almas iracundas lo estuviera
siguiendo para vengarse, lo siguiente que sintió fue un fuerte tropezón con una
persona, seguida de la caída aparatosa de ambos. Cuando Rodolfo se incorporó un
poco, pudo ver que la persona con quien había tropezado era la mujer de cuello
dorado, que ahora traía una bicicleta, caída en su regazo.
Nohelia F.
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