Ignacio no entendía cómo la gente disfrutaba del canto de
los pájaros al amanecer, del histérico chillar de esas malditas urracas, de
loros encrespados que gritan al lado de su ventana cada domingo por la mañana. Es
como si a la gente no el importara dormir, cuando les debería importar más que
a él, que no tiene que madrugar. Entre el ruido incesante y el violento sol
chuzándole la retina, solo pensaba en construir una cauchera gigante para matar
los pajarracos y de paso darle al sol, apagarlo aunque sea un ratico. O tener
un control remoto con el que pudiera controlar el sonido ambiente y la
temperatura del clima, un audio-termostato. Pensó también que debió haberse
dedicado a ser inventor, que se le ocurrían aparatos y mecanismos ingeniosos
para solucionar pequeños problemas que la gente soportaba resignada. Pero no,
esa era una idea muy romántica, ser inventor en estos días implicaba ser
ingeniero subordinado de una empresa en la que tardaría años en ascender. Y en
una vida así, seguramente odiaría el triple a los pajarracos que le quitan horas
de amado sueño. De todas formas, no podría patentar su cauchera gigante, pues
tendría unos cuantos problemas con los defensores de animales y ambientalistas.
Sin forma alguna de volver a conciliar el sueño, se
levantó con la boca seca, buscando a tientas el pocillo que suele dejar al lado
de su cama. Toma un trago de agua trasnochada y se levanta sin saber muy bien
qué hacer. Igual… un domingo no se hace nada, pero le costaba decidirse entre
hacerse desayuno, ir al baño, poner música o llamar a Elena. Sin darse cuenta
ni pensar en lo que hacía caminó hasta el sofá, se puso la chaqueta, los tenis
sucios de siempre y cogió las llaves.
Cuando cobró conciencia, estaba parado en la puerta de
vidrio del edificio, mirando el horrendo sol que en realidad no dejaba ver
nada. No sabía si valía la pena salir a quemarse el pelo durante poco más de
dos cuadras por una simple cajetilla de cigarrillos, pero tampoco creía que
valía la pena devolverse cinco pisos de tediosas escaleras solo por unos
minutos de sol. Después de hesitar, levantó los hombros en un gesto de
indiferencia y cruzó la puerta.
La calle lo golpeó con su calor y ruido, se sentía
abrumado. Todavía un poco confundido comenzó a caminar torpemente por el camino
habitual hacia la tienda. Como lo predijo, el sol azotaba su cabeza,
calentándolo más de la cuenta. Maldijo haberse puesto esa condenada chaqueta,
aunque siguió caminando con la mirada al piso y ella puesta. ¿Por qué había
tanta gente en la calle si era domingo? De pronto se equivocó de día y era
lunes, no se explicaba cómo alguien podía decidir hacer un trasteo la mañana de
ese día. Igual… los lunes él tampoco hacía nada.
Una de las futuras vecinas lo saludó con una sonrisa en
la cara: ¿Qué más vecino? ¡Ya dentro de poco terminamos!
¿A él qué le importaba? ¿Qué hacía esa gente cargando
muebles con este clima? De pronto ellos se preguntaban lo mismo de su chaqueta.
Sin cambiar su ceño arrugado y gesto de fastidio pasó mirando a la familia sin
decir palabra. Sólo necesitaba terminar rápido su recorrido.
Al llegar a la tienda, pidió una cajetilla de Gauloises,
el tendero lo miró confuso mientras le señalaba el estante lleno de Kent y Piel
Roja, era preferible ir a la tienda de la otra cuadra. Al salir, Ignacio pensó
en lo tonto que era aferrarse a una marca de cigarrillos, no había mucha
diferencia aparte de ser mentolados, de canela o normales. Cuando apenas
comenzó a fumar, le era indiferente la marca que le dieran, no sabría
distinguir entre sus sofisticados Gauloises o cualquier Montana comprado en el
carrito en la esquina de la plazoleta. Ahora tenía que soportar una cuadra más
bajo el sol. Sólo hasta que estuvo al frente de la tienda, con la puerta
cerrada y la reja extendida, recordó que hacía dos semanas se habían mudado de
barrio, y la próxima tienda quedaba lejos. Como por inercia, Ignacio siguió
caminando, pasando al lado de la licorera en la que siempre encontraba lo que
fuera, pero un domingo a esa hora no hay licorera abierta conocida.
Si se hubiera quedado, en realidad no habría tenido que escoger
nada, estaría hablando con Elena, escuchándola decir las bobadas que le pasaron
en el día, el reporte del morado enorme que no sabe cómo se hizo, pero que
posiblemente fue en clase de baile, de cómo su profesora le vive corrigiendo la
postura y le hace caer en cuenta de cuan lejos está de pasar de nivel. Después
discutirían porque Elena cree que Ignacio no quiere escucharla, él tratando de
apaciguarla mientras disimuladamente iba desayunando un sánduche hecho sin
cuidado. Después, él la invitaría al apartamento, con lo que ella se
contentaría, él podría colgar e ir al baño, ver televisión un rato y tratar de
dormir. Sin embargo, seguía caminando, cada vez entre calles menos conocidas,
más alejado de su edificio y en un barrio más escombroso. La gente que
encontraba era desagradable, se sentía estúpido al sentir eso, pero todos esos
rostros feos, pobres y grasosos le daban miedo, como si la gente fea fuera
peligrosa. Quizás él era otro feo, sino que en vez de estar bronceado y tener
barriga protuberante, era desgarbado y blancuzco. Parecía que estuviera entre
otra raza esculpida bajo el sol infernal.
Le preguntó a una viejita que parecía confiable, por
dónde podría conseguir cigarros, la viejita sin decir nada señaló
insistentemente con la mano hacia su derecha. Después de tres cuadras, encontró
una tienda en la que no tenía la más mínima esperanza, sin embargo preguntó por
sus Galuoises, después de un rato del tendero haberse agachado tras el
mostrador, vio en sus manos una caja con varias pacas sin siquiera empezar.
Abrió una, y por la alegría, Ignacio le pidió tres cajetillas, aunque le
costaron unas monedas más de lo acostumbrado, salió con una sonrisa
indestructible, sobre la que el sol, los rostros feos y las condenadas chaquetas
no incidirían. Ya podía volver a su apartamento, llamar a Elena y contarle su
pequeña travesía. Pasó por las mismas calles agradecido con la gente, sonriendo
a todos, despidiéndose del otro tendero y deseándoles buen día a los vecinos
que continuaban en su trasteo. Subió las escaleras con un cosquilleo en el
pecho. Al entrar, se despojó de la chaqueta no sin antes sacar el encendedor
del bolsillo. Al abrir la cajetilla, en el preciso momento que desempacó el
cigarrillo, este se deshizo en sus manos como si estuviera hecho de arena. Cada
uno de los cigarrillos de las tres cajetillas compradas por Ignacio, terminaron
en polvo con sólo tocarlos.
Nohelia F.
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