En este apartamento vivo hace
diez años, pero hay días en los que me siento como una huésped, hay días en los
que la luz del amanecer incide en formas desconocidas, en los que entiendo que
vivo en la casa de otro. Me cuesta mucho recordar cómo era este apartamento
cuando recién llegué, de las porcelanas de mi abuela que ahora están escondidas
en el chifonier, que fueron reemplazadas por el televisor y el vhs. De la pila de cuadernos y papeles que esconden al mueble de terciopelo verde de la sala. Del desorden incontenible en cada
esquina, un tipo de desorden diferente para cada sección del apartamento. Sin
embargo, el comedor sigue siendo lo suficientemente amplio como para bailar. Muebles
de los 60 con electrodomésticos de los 90 y basura del 2010. Una cocina de ama
de casa perfecta que ahora está podrida, media pared con baldosas caídas y el
tendero remendado con cabuya. La habitación del servicio es una mezcla entre
armario y cuarto útil. En el pasillo al final del comedor está el baño,
diminuto, envuelto en papel tapiz color crema, con el lavamanos hundido, una
ducha de puertas acrílicas amarillentas y paredes rellenas de cristanac verde oscuro. Este
baño no tiene ventanas, el techo es de láminas acrílicas también, pero estas
están rotas, dejando ver la tubería del apartamento de arriba. El baño con la luz más lúgubre y la vista más depresiva, entrañas de tubería expuestas, alambrado que sobre sale y puertas sucias siempre.
A un lado del pasillo está la
habitación de mis abuelos, intacta desde los 80, a excepción del televisor, el
año pasado se le cayó la perilla y mi abuelo tuvo que conseguir otro
(regalado). En este cuarto no cabe nada más que lo que hay: una estantería con
libros y cachivaches, una cama doble de colchón deforme, el armario y la mesa
curvada sobre la que está el televisor nuevo. El baño de la habitación está
completamente desbaratado, lo único que funciona es el sanitario y el bombillo.
El del lado es el cuarto de mi
tía. Inexplicablemente ordenado, con una cama nueva, una elíptica al lado y el
caos perfectamente escondido.
En el extremo opuesto del pasillo
está mi cuarto, que a la vez es el de mi mamá. El cuarto que amo-odio, que
pinté de verde hace 4 meses, con camas nuevas, metálicas de otro verde casi
negro. Con un nochero victoriano de
madera oscura, un tocador lleno de cofres y porcelanas (que no son de la
abuela), afiches y fotos en el armario y detrás de la puerta, y un chifonier
lleno de ropa, sobre el que está un televisor gordo de los ochenta, quebrado y
sin botones. A mi cuarto, la poca luz que le entra es cuadriculada por una cobija
de cuadros enormes verdes y naranja colgada en la ventana. La ventana nunca
está cerrada, aunque la cortina sí, el atrapasueños de madera se mueve con la
cortina cada vez que entra el viento, sonando a guadua seca.
Por las noches, todos los
espacios del apartamento se iluminan con una luz mortecina de tungsteno. Casi
todo, menos mi cuarto, iluminado con una cálida lámpara con pantalla tejida en
crochet sostenida por una bailarina. Aunque todo el piso de la casa es de
baldosa blanca, a veces debo caminar entre la ropa tirada para recordar que mi
habitación tiene el mismo suelo.
No comments:
Post a Comment