Thursday, May 29, 2014

Acá donde vivo.

En este apartamento vivo hace diez años, pero hay días en los que me siento como una huésped, hay días en los que la luz del amanecer incide en formas desconocidas, en los que entiendo que vivo en la casa de otro. Me cuesta mucho recordar cómo era este apartamento cuando recién llegué, de las porcelanas de mi abuela que ahora están escondidas en el chifonier, que fueron reemplazadas por el televisor y el vhs. De la pila de cuadernos y papeles que esconden al mueble de terciopelo verde de la sala. Del desorden incontenible en cada esquina, un tipo de desorden diferente para cada sección del apartamento. Sin embargo, el comedor sigue siendo lo suficientemente amplio como para bailar. Muebles de los 60 con electrodomésticos de los 90 y basura del 2010. Una cocina de ama de casa perfecta que ahora está podrida, media pared con baldosas caídas y el tendero remendado con cabuya. La habitación del servicio es una mezcla entre armario y cuarto útil. En el pasillo al final del comedor está el baño, diminuto, envuelto en papel tapiz color crema, con el lavamanos hundido, una ducha de puertas acrílicas amarillentas y paredes rellenas de cristanac verde oscuro. Este baño no tiene ventanas, el techo es de láminas acrílicas también, pero estas están rotas, dejando ver la tubería del apartamento de arriba. El baño con la luz más lúgubre y la vista más depresiva, entrañas de tubería expuestas, alambrado que sobre sale y puertas sucias siempre.



A un lado del pasillo está la habitación de mis abuelos, intacta desde los 80, a excepción del televisor, el año pasado se le cayó la perilla y mi abuelo tuvo que conseguir otro (regalado). En este cuarto no cabe nada más que lo que hay: una estantería con libros y cachivaches, una cama doble de colchón deforme, el armario y la mesa curvada sobre la que está el televisor nuevo. El baño de la habitación está completamente desbaratado, lo único que funciona es el sanitario y el bombillo.
El del lado es el cuarto de mi tía. Inexplicablemente ordenado, con una cama nueva, una elíptica al lado y el caos perfectamente escondido.
En el extremo opuesto del pasillo está mi cuarto, que a la vez es el de mi mamá. El cuarto que amo-odio, que pinté de verde hace 4 meses, con camas nuevas, metálicas de otro verde casi negro. Con un nochero victoriano de madera oscura, un tocador lleno de cofres y porcelanas (que no son de la abuela), afiches y fotos en el armario y detrás de la puerta, y un chifonier lleno de ropa, sobre el que está un televisor gordo de los ochenta, quebrado y sin botones. A mi cuarto, la poca luz que le entra es cuadriculada por una cobija de cuadros enormes verdes y naranja colgada en la ventana. La ventana nunca está cerrada, aunque la cortina sí, el atrapasueños de madera se mueve con la cortina cada vez que entra el viento, sonando a guadua seca.

Por las noches, todos los espacios del apartamento se iluminan con una luz mortecina de tungsteno. Casi todo, menos mi cuarto, iluminado con una cálida lámpara con pantalla tejida en crochet sostenida por una bailarina. Aunque todo el piso de la casa es de baldosa blanca, a veces debo caminar entre la ropa tirada para recordar que mi habitación tiene el mismo suelo.


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